Nos conocimos cuando teníamos once años.
Ella, con su color de piel espectacular y su par de ojos miel. Su andar de gata, ágil y elegante. Basta decir que "me quitó" a mi primer amor para que sepan que no era ninguna santa de mi devoción.
Es verdad, lo de ella y lo de él fue mucho más fantasioso que incluso lo mío con él, que ya era bastante inexistente. Qué tipo de novio puede uno tener a los once? Pero ya sabes que cuando estás adentro de la burbuja lo que está adentro es todo tu mundo. A esa edad basta con sentir granizo en el corazón para asegurar que neva en toda la Galaxia.
Estudiamos juntas lo que restó de primaria y los tres largos y ajetreados años de la secundaria. Por supuesto que la relación no mejoró un ápice, ella seguía siendo esa morenaza de fuego que no se contentó con "robarme" al amor de la primaria pues se tomó la desfachatez de ser la noviecita oficial del tipo más apuesto de la secundaria y quien resultaba ser el bajista del grupo rockero donde yo vociferaba al ritmo de hard rock.
No había razón para ser amigas. Ella tan fresa que se juntaba con todas las demás pinky-girls, se cuidaba las uñas, dibujaba bonito y al mismo tiempo era tan sexy. Todo un bombón. Yo? Pues tenía que escoger un rol y eso de jugar a la niña bien nunca se me dió, fue así como inicié mi carrera de chica mala. Yo era ésa, la que fumaba, bebía como cosaco y además se atrevía a cantar en escenario canciones de Motley Crue. El noviecito del paliacate que llegaba por mi en una moto tampoco me daba puntos para que me aceptaran en la reducida fresi-society.
Salimos de la secundaria, cada quien tomó su camino y créanme que nunca extrañé a la sexy morena. Es más, cuando recibí un correo-invitación en el verano del 2009 de su parte la verdad es que no me causó mayor entusiasmo. Hasta puedo decir que me removió el triperío de recordar mi difícil paso por la secundaria.
La invitación trataba de un tipo reencuentro de esos que se pusieron de moda a raíz de que el uso de redes sociales perdió la exclusividad de geeks y adolescentes. Por supuesto no me lo iba a perder, había que asistir. Mis añorables mejores amigos de banca, mis primeros aprendizajes sociales, los recuerdos de cuando engañar al profe de deportes para no usar short era la mayor de mis preocupaciones "reales".
Por hacer una analogía, ir a la reunión era como comerme una Rocaleta, tienes que tragarte varias capas de dulce antes de llegar al centro que te gusta y decidí que lo que había en el centro valía la pena así que me enfundé en mis jeans y en mis mejores ganas.
Llegué, los vi, la vi y lo único que pude sentir fue una afinidad extraordinaria. Tal parecia que los años y la vida nos habían moldeado, cada una por su lado, para moderarnos en unas cosas y llevarnos a nuestros extremos en otras y al final encontrarnos de repente en un camino sumamente parecido. Sin hablar nos entendimos y después de unas cuantas confidencias y unos meses de vivencias sin pedir ayuda nos auxiliamos. Sin consolar nos reforzamos en los momentos más tensos por los que estábamos pasando como si hubieramos sido las mejores amigas desde secundaria, como si no hubieramos dejado de vernos nunca.
Esa morena recatada para unas cosas y desparpajada para otras, amante de la vida, incluyente y extraordinariamente original me ha tendido no una, varias manos y me ha enseñado que la vida es una y hay que respirarla, sudarla y rockearla. La vida es como la música, te trae y te lleva en sus distintos compases. A veces en nuevas estrofas y a veces repite el estribillo. Es caprichosa y al mismo tiempo sabia, solo así uno se explica que haya personas que nunca se van de tu vida y otras que a pesar de que ya las conociste, no hayan llegado aún.
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