"Se escribe para llenar vacíos, para tomarse desquites contra la realidad, contra las circunstancias." MVLlosa

lunes, 11 de abril de 2011

La agujeta que cambió la historia

Un día antes ahí estaba yo con todos mis miedos y limitaciones como escamas en la piel. La dificultad para dormir se debía a la recurrente sensación de hielo recorriendo la espalda y un olor amargo, esa sensación que puede paralizar y volver loco: el temor.

No soy corredora sin embargo me comprometí conmigo a apoyar una carrera con valor sentimental en mayo así que me insribí a ésta previa para "practicar". Con el corazón tembloroso medio reía y medio lloraba en el fresco de las 7:30 de la mañana, con la angustia de motor. "Que ya empiece" era lo único que podía pensar.

Volteaba para todos lados, me sentía medio mareada y fuera de lugar. Pude ver toda clase de rostros y actitudes. Ahí estaba la tranquilidad, la felicidad, la fiereza y el coraje. Todos esperando un momento, el de arrancar.

Comenzamos y la garganta y el pecho se me llenaron de cosquillas. La espina dorsal se convirtió en repartidora de escalofríos por todo el cuerpo. "Agarra un paso, respira a un ritmo, exhala por la  boca, pisa con la bola del pie, zancada larga, primero la punta, relaja los hombros, tu puedes". Uno, dos, uno dos y así llegamos al primer kilómetro.

La agujeta se desanudó y tuve que bajar el ritmo y orillarme para amarrarla. Este detalle fue algo inesperado y uno de esos afortunados incidentes que cambian el rumbo de las historias.

Nos adentramos en el bosque como una gran masa con ritmos y respiraciones independientes. Una gran célula con movimientos específicos y localizados segregando suficientes endorfinas como para untarse, beberse y regalarse. Kilómetro 4 y comenzaba una subida hacia Los Pinos que se veía imponente. Uno, dos, uno, dos con Regina Spektor de fondo. En la bajada ya sentía un poco de cansancio pero una mujer detrás de mi comenzó a gritar y a dar apoyo. Sentí que me habían inyectado un red  bull.

"Agua", -No, gracias- Uno, dos, uno dos, llegaba el momento de cruzar Reforma por debajo del puente de Parque Lira. Los corredores celebran, el eco hace de la gritería una fiesta, la piel se me enchina y dan ganas de abrazar a todos. Va la gente sudorosa con una sonrisa de inmensa felicidad pintada en la cara.

A mi derecha un hombre como de unos treintaycinco va trotando a buen paso empujando la carreola de su hijito. A mi izquierda una señora como de cincuenta va caminando con trabajos y el resto de los corredores le palmea la espalda y la toma de la mano mientras pasan a su lado. Un niño como de ocho años va alentando a su padre para que aumente su ritmo. Y el túnel se volvió magia.

Vuelta a la derecha y otra derecha, Kilómetro 6. Me entra el pánico... Cómo que kilómtero 6? Yo me inscribí a la carrera de 5k. Y ahora qué hago? Cómo me regreso? No la voy a terminar. Y si me quedo? Y si no puedo? Supongo que el hombre que ahora va a mi derecha se percata de mi desazón y comienza a correr al lado mío. El va con sus audífonos y yo con los míos pero alcanzo a escuchar que me dice "Llevas buen ritmo. Después del Auditorio me vas a dejar". Tomamos Reforma y llegamos al Kilómtero 8, después de la subida hacia el Auditorio dimos vuelta en U, bajada y recta hasta la meta. Un kilómetero más. El sol de las 8:50 para cerrar fue el mejor momento de la carrera, ya con la meta tan cerca.

Llegué. Así como casi todas las 2,954 personas que corrieron ése día. Cuando sonó mi chip en la meta todavía no podía creerlo pero ese momento me hizo añicos mis paredes y me hizo recordar que la vida es más que lo que pensamos que podemos hacer. Si no se me hubiera desatado la agujeta no hubiera errado la ruta, hubiera corrido los 5k y probablemente me hubiera inscrito a los 10k la siguiente vez. Hubiera sido mucho más cautelosa y el proceso de confianza en mis capacidades hubiera sido más lento. 

Esta vez no fui yo la que decidí arriesgarme pero tuve la fortuna de recibir un empujón. Ahora entiendo a los corredores, ahora sé que cruzar la línea es solo una de las miles de formas que existen para descubrirnos y amarnos un poco más cual únicos e irrepetibles que somos. Y por lo pronto aprendí que la siguiente vez que se me desanude una agujeta en lugar de maldecir voy a abrir bien los ojos y preparar el corazón.

viernes, 1 de abril de 2011

La morena que me robó el amor

Nos conocimos cuando teníamos once años.

Ella, con su color de piel espectacular y su par de ojos miel. Su andar de gata, ágil y elegante. Basta decir que "me quitó" a mi primer amor para que sepan que no era ninguna santa de mi devoción.

Es verdad, lo de ella y lo de él fue mucho más fantasioso que incluso lo mío con él, que ya era bastante inexistente. Qué tipo de novio puede uno tener a los once? Pero ya sabes que cuando estás adentro de la burbuja lo que está adentro es todo tu mundo. A esa edad basta con sentir granizo en el corazón para asegurar que neva en toda la Galaxia.

Estudiamos juntas lo que restó de primaria y los tres largos y ajetreados años de la secundaria. Por supuesto que la relación no mejoró un ápice, ella seguía siendo esa morenaza de fuego que no se contentó con "robarme" al amor de la primaria pues se tomó la desfachatez de ser la noviecita oficial del tipo más apuesto de la secundaria y quien resultaba ser el bajista del grupo rockero donde yo vociferaba al ritmo de hard rock.

No había razón para ser amigas. Ella tan fresa que se juntaba con todas las demás pinky-girls, se cuidaba las uñas, dibujaba bonito y al mismo tiempo era tan sexy. Todo un bombón. Yo? Pues tenía que escoger un rol y eso de jugar a la niña bien nunca se me dió, fue así como inicié mi carrera de chica mala. Yo era ésa, la que fumaba, bebía como cosaco y además se atrevía a cantar en escenario canciones de Motley Crue. El noviecito del paliacate que llegaba por mi en una moto tampoco me daba puntos para que me aceptaran en la reducida fresi-society.

Salimos de la secundaria, cada quien tomó su camino y créanme que nunca extrañé a la sexy morena. Es más, cuando recibí un correo-invitación en el verano del 2009 de su parte la verdad es que no me causó mayor entusiasmo. Hasta puedo decir que me removió el triperío de recordar mi difícil paso por la secundaria.

La invitación trataba de un tipo reencuentro de esos que se pusieron de moda a raíz de que el uso de redes sociales perdió la exclusividad de geeks y adolescentes. Por supuesto no me lo iba a perder, había que asistir. Mis añorables mejores amigos de banca, mis primeros aprendizajes sociales, los recuerdos de cuando engañar al profe de deportes para no usar short era la mayor de mis preocupaciones "reales".

Por hacer una analogía, ir a la reunión era como comerme una Rocaleta, tienes que tragarte varias capas de dulce antes de llegar al centro que te gusta y decidí que lo que había en el centro valía la pena así que me enfundé en mis jeans y en mis mejores ganas.

Llegué, los vi, la vi y lo único que pude sentir fue una afinidad extraordinaria. Tal parecia que los años y la vida nos habían moldeado, cada una por su lado, para moderarnos en unas cosas y llevarnos a nuestros extremos en otras y al final encontrarnos de repente en un camino sumamente parecido. Sin hablar nos entendimos y después de unas cuantas confidencias y unos meses de vivencias sin pedir ayuda nos auxiliamos. Sin consolar nos reforzamos en los momentos más tensos por los que estábamos pasando como si hubieramos sido las mejores amigas desde secundaria, como si no hubieramos dejado de vernos nunca.

Esa morena recatada para unas cosas y desparpajada para otras, amante de la vida, incluyente y extraordinariamente original me ha tendido no una, varias manos y me ha enseñado que la vida es una y hay que respirarla, sudarla y rockearla. La vida es como la música, te trae y te lleva en sus distintos compases. A veces en nuevas estrofas y a veces repite el estribillo. Es caprichosa y al mismo tiempo sabia, solo así uno se explica que haya personas que nunca se van de tu vida y otras que a pesar de que ya las conociste, no hayan llegado aún.